La crítica de «Ocio y más Madrid».
La adaptación teatral del libro “La fiesta del Chivo” del Premio Nobel Mario Vargas Llosa -obra de Natalio Grueso, que se representa en el Teatro Infanta Isabel– refleja -como el espejo que preside un lateral del escenario- la esencia de las dictaduras y de sus artífices: la locura colectiva, el legitimar el terror, el confundir el respeto con el miedo, con las consecuencias que se derivan. Y es que cuando alguien gana el respeto, no lo pierde; en cambio, cuando se pierde el miedo, el ser humano es capaz de cometer las mayores atrocidades, de tomarse la justicia por su mano.
Esta perversión del lenguaje -el convertir en términos sinonímicos respeto y miedo- va más allá dando lugar a una perversión moral donde la ética se aniquila en un contexto de podredumbre, de bajeza, de mezquindad que se normaliza hasta límites insospechados.
Una de las mayores virtudes que aporta Carlos Saura como director de “La fiesta del Chivo” es haber trasladado la estructura cinematográfica a una obra teatral: el espectador siente que está presenciando “una película” en vivo y en directo, única e irrepetible.
En cuanto a los actores, todos y cada uno de ellos entregan su alma y corazón a sus personajes, un despliegue de generosidad emocionante
Juan Echanove encarna a un general Trujillo irreverente, déspota, despiadado, frustrado, genocida, que se pavonea, alardeando de que todo lo hace “por y para el pueblo”.
Lucía Quintana (Urania Cabral) protagoniza la escena que deja sin respiración al espectador, haciéndole un nudo en la garganta, llevándole a apartar la mirada o a cerrar los ojos porque tanto dolor -y tanta pérdida de dignidad– resulta inasumible.
La presencia de Manuel Morón (Johnny Abbes) es garantía de éxito: su trayectoria le avala y nuevamente maneja con sabiduría los tiempos para ofrecernos al inhumano y cruel líder del servicio de inteligencia militar.
Eduardo Velasco (Manuel Alfonso) nos trasmite inquietud y desasosiego con una empatía y simpatía impostadas, un demonio disfrazado de ángel.
Gabriel Garbisu (Agustín Cabral) es el gran descubrimiento del elenco: su personaje es un auténtico “caramelo” y sus frases y su evolución a lo largo de la obra le permiten desarrollar todo su potencial interpretativo. Cabral convierte en “moneda de cambio” a su hija, un Judas miserable que despierta antipatía y genera la más deleznable repulsión.
Por último -pero no menos importante- David Pinilla interpreta al doctor Balaguer, un presidente condescendiente, de verbo amable pero no por ello menos cómplice de la contumaz dictadura encabezada por el general Trujillo.
En definitiva, recomendamos encarecidamente ver esta versión teatral de la obra maestra de Vargas Llosa, un libro complejo de adaptar pero que en esta ocasión se ha hecho con acierto, recogiendo retazos de una historia que mezcla ficción y realidad y que no dejará indiferente a nadie.